De algún modo nos enteramos, allá lejos y hace tiempo, que la “primera vez” para nosotras, dolía. Si me pongo autobiográfica, no puedo recordar de dónde lo saqué, ni si esa información llegó de mano de mis pares o de algún referente adulto. No logro descifrar cuándo nació el mito en mi trayectoria. Si el dato resonó sorpresivamente en la adolescencia o si tal vez fue mucho antes. No sé, pero lo escuché y muy posiblemente también lo reproduje: amiga, la primera vez te va a doler. Es así, y hay que bancarla. En mi más incipiente mujer, la experiencia del sexo, todavía inexplorada, ya era sufrimiento.
Cuando ya era un poco tarde para mí, sospeché que el rumor pasillero, más que mito era mandato. Una profecía que se autorrealiza.
Esa premisa sobre el vínculo entre sexo y dolor pertenece a un contexto sociocultural en el que el sexo saludable-seguro sigue estrechamente vinculado al binomio concepción-anticoncepción, con suerte a las ETS (enfermedades de transmisión sexual), y en muuuucha menor medida a la idea de placer. El resultado de esa ecuación, lejos de llenar de colores el escenario, lo empalidece.
De esta manera, nuestro primer contacto con la sola fantasía de la experiencia sexual, es atacado por una plaga de temores que nos dejan chiquitas, secas y tensas. Si encima, llegado el día de esa primera vez, nuestrx compañerx es varón o faloportante, sumamos la presión de tener que estar a la altura y ritmo de sus tiempos de excitación, cuestión que en el caso de ellos (a diferencia del de los cuerpos femeninos) tiene un modo de exteriorización bien visible y claro.
Sin embargo, lo más llamativo de este mandato no es tanto su poder de acapararse todo el foco de esa primer experiencia (que igual sí, ya es un montón) si no su capacidad de actualización permanente durante toda la vida sexual femenina posterior. Así lo dicen las propias mujeres, algunas ya adultas, que “confiesan” –con toda la vergüenza que implica un acto de confesión- que el coito les provoca dolor, y que llevan ese dolor, las más de las veces en silencio.
Buscando no recuerdo qué cosa, llegué a la web de dos francesas aporteñadas que estudian y divulgan la importancia de atender al estado de nuestro desconocido e ignorado suelo pélvico, y que nos ayudan con algunas esclarecedoras estadísticas aquí. La conclusión del artículo es que “una de cada diez mujeres reporta sentir dolor durante o después de la relación sexual. El numero alcanza el 30% sintiendo dolor durante el acto y llega al 50% para las poblaciones situadas entre 16 y 24 años (correspondiente al debut de la actividad sexual) y a partir de los 55 años (correspondiendo a la menopausia).”
Hay múltiples causas que pueden provocar dolor antes, durante o después del sexo en ese enorme porcentaje de la población con vagina. La primera y fundamental -a mi caprichoso criterio- puede ser la dificultad de poner en palabras el dolor cuando arremete, in situ e inmediatamente, hacia nuestro compañerx de juego. Esto así, porque antes de tomar ninguna otra medida, pareciera que la más sencilla es la posibilidad de conversar y consensuar el cese o el replanteo de la actividad sexual que se tornó dolorosa. Poder decirlo, implica muchas cosas buenas, como la consolidación de la confianza (propia y del vínculo) y el respeto por nuestro cuerpo. No obstante, todo ello requiere previamente el concebirnos como sujetos deseantes, con posibilidad y derecho al placer infinito. Las causas que siguen (aunque siempre incluyen a la primera) pueden complementarse con razones físicas y emocionales. Algunas de ellas son: vaginitis, candidasis, síndrome de colon irritable, endometriosis, sequedad vaginal, ausencia de deseo sexual, hemorroides, golpes en la penetración, hasta la mísmisima ansiedad, y la lista no termina.
El punto de la cuestión no es sólo el dolor, sino el silencio.
Más acá en el tiempo descubrí que es un silencio muy elocuente. Sospeché de nuevo que tal vez, además de mandato, el “te va a doler” también quizás fuese mandamiento. Como si parir con dolor no fuera poco, también sufrirás el placer.
Parece de una obviedad gigante, pero en el mundo en el que pensaron que pariríamos con dolor, no existían los métodos anticonceptivos: parir era el correlato natural y casi inevitable del intercambio sexual (heterosexual y único posible, claro). Se ve que entonces, cuando encontramos maneras de tener sexo sin parir, el castigo del dolor, así de obligatorio, antes de verse desplazado prefirió volverse retroactivo. Y aquí seguimos, como si cargáramos de un modo u otro con ese compromiso martirizante, ponele que como mínimo, desde el año 500 a.C.
Entender que no sólo merecemos, si no que tenemos derecho a vivir el placer – entre otras cosas sin dolor- es un poderosísimo germen de revolución.
Para eso, y antes que nada, necesitamos romper el silencio “hacia adentro”. Googlear e informarse puede ser un hermoso primer paso.
Nunca como autodiagnóstico (hay especialistas para ello) y jamás para generar alarmas, sino como camino de autoconocimiento y autoafirmación. Lo lindo de internet, se resume muy gráficamente en el fenómeno de Yahoo Respuestas. La web nos brinda la comodidad del anonimato y una contención casi inmediata: a alguien le pasa o le pasó. Alguien, SIEMPRE, ya lo preguntó.
Luego, viene la parte de romper el silencio hacia afuera, abrir el tema hacia nuestrxs compañerxs, amigxs y enterarnos de quiénes somos, cómo disfrutamos y cómo padecemos, tarea que bien puede ser el segundo paso hacia un ejercicio efectivo y libre del derecho al placer.
Los que siguen, se caminan casi sin pensar.
2 thoughts on “Derecho al placer”
Hola Magali, Gracias por mencionar nuestro blog ! Angélique & Isabelle (Periné Consciente)