Un viaje en clase turista por la Endometriosis
Hace quince años me diagnosticaron Endometriosis. A partir de entonces, me trasformé en pasajera en tránsito por este maravilloso y desconcertante camino.
Cuando desperté de la anestesia lloraba a los gritos diciendo que extrañaba a mi padre. Su muerte todavía estaba muy fresca en la familia, recién había pasado un año y medio. Si bien tengo recuerdos muy borrosos de ese momento, tengo muy presente que cuando recobré la conciencia, la enfermera me había escrito en la pulserita identificatoria una notita que decía: “te queremos mucho”. No entendí nada cuando vi aquella nota pero mi novio, que se había quedado a pasar la noche en el sanatorio, me explicó que había logrado conmover a la enfermera y a todos los presentes con mi llanto desgarrador.
Al día siguiente de la cirugía, el médico que me operó vino a verme y me explicó lo que tenía y lo que me habían hecho. También me dijo que en quince días me sacarían los puntos y que ahí discutiríamos los pasos a seguir. Lo único que quería era estar en mi casa, en mi cama y en mi baño. Cada cual siguió con su vida pero yo no sabía qué hacer con la mía. No fue un post-operatorio fácil. Dos días después tuve que salir corriendo al sanatorio con una amiga porque no podía parar las hemorragias. Me atendió un joven médico residente al que cuando me hizo el tacto, le temblaban las manos.
Cuando era chica y me enfermaba, la primera reacción de mi madre era enojarse. Nunca entendí por qué mi mamá me retaba cuando tenía fiebre o me dolía la garganta. Por suerte, después se le pasaba y tomaba una actitud un poco más comprensiva y contenedora. Es el día de hoy que cuando me escucha congestionada no puede evitar la indignación: -“Seguro que anduviste descalza”-. Durante el reposo post-cirugía se paró al lado de mi cama y me dijo que ella no me traería la bandeja a la cama y que yo debía prepararme la comida. La noche que mi padre se fue de mi casa, al otro día mi mamá vino a la habitación que compartía con mis hermanas y nos dijo: -“Chicas, por favor, ahora no se vayan a enfermar”-.
Qué terribles son las sentencias. Yo no juzgo a mi mamá, creo que hizo lo mejor que pudo y que nada estuvo destinado a causar un daño deliberado. Siento que ella tuvo que padecer a mi abuela y que no pudo evitar cargarnos con sus propias mochilas. Mucho tiempo después entendí que ella tampoco la tuvo fácil, que sufrió muchísimo y que tenerme a mí fue su acto de rebeldía más grande. Cuando se anotició del embarazo estaba internada con un problema en un pulmón, los médicos le decían que yo nacería con problemas y mi padre le reclamaba que ese hijo o hija no era de él.
Llevó los nueve meses como pudo, estaba triste y se sentía sola. Tenía tres hijos chicos, un marido que ya tenía otra relación y un embarazo con destino incierto. Era tan poco lo que la acompañaba mi padre que le pidió a Aníbal, al encargado del edificio, que la llevara a parir en caso de que mi papá no estuviera.
Al final, mi padre no sólo fue al parto, también lo presenció. Fue el único parto de los cuatro en el que estuvo presente, el obstetra le había pedido que esté en caso de que se complicara todo. Cuando mi mamá estaba internada y no sabían que estaba embarazada, le hicieron una cantidad considerable de placas radiográficas producto del problema en el pulmón. El miedo de los médicos en una época sin ecografías era que yo saliera “deforme” o “retardada” de tantos rayos X que me había fumado.
Para sorpresa de todxs, sigo participando. De entrada, no fui una buena noticia. Mis padres no hubieran podido protagonizar la famosa escena de las parejas cuando se enteran de que van a tener un hijo, no hubo abrazos ni llantos de felicidad. Muy por el contrario, hubo reproches y negación. Me tuve que ganar el lugar desde el principio: mi padre no quería otro hijo, mis hermanos no querían una hermana mujer y mi madre hacía lo que podía con su puerperio y su matrimonio.
No di demasiado trabajo, era bastante avispada, caminé muy temprano y era muy independiente. Ahora que lo pienso, creo que hice todo para que me aceptaran. Lo que entendí gracias a la terapia es que ese terror inconsciente al abandono me había condicionado en todos los aspectos.
La Endometriosis fue la forma que encontré de sanar esas heridas y las que vinieron después. Años más tarde pasaron otras cosas que no creo necesario contar en este momento pero que confluyeron en una misma respuesta: el cuerpo es un reflejo de nuestros pensamientos, de las emociones y de las creencias. Estoy agradecida a la vida por todo lo que me pasó, no lamento nada y no guardo rencores ni resentimientos.
¿Estuve enojada? Sí, estuve muy enojada y cargué mis células con esa información y me enfermé. Ahora, cada vez que me siento mal me pregunto qué pensamiento, circunstancia o persona me llevaron a esa sensación y trato de apelar al autocuidado y la autosanación. Las que nos quemamos con leche no lloramos cuando vemos la vaca, lloramos por haber permitido que la leche nos quemara.
Ahora que ya nos bajamos del avión quiero llegar a casa. El viaje fue largo pero aún no llegó a su fin. No sé ni quiero saber cómo y cuándo va a terminar, solo quiero estirar las piernas, acostarme un rato y descansar. La valija está mucho más liviana que al comienzo, saqué un montón de cosas que pesaban un montón y me costaban exceso de equipaje. La culpa, la bronca, el resentimiento, el miedo y el rencor ya no encuentran su lugar. Hay que viajar liviano y llevar estrictamente lo necesario. Lo que cargamos nos pesa y lo que pesa nos lastima.
Les agradezco muchísimo por viajar conmigo, les auguro una hermosa estadía y les deseo de corazón que cuando despierten, una enfermera buena les haya escrito una pulserita que diga: “te queremos mucho”.