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El despegue / ENDOMETRIP 4

Un viaje en clase turista por la Endometriosis

Hace quince años me diagnosticaron Endometriosis. A partir de entonces, me trasformé en pasajera en tránsito por este maravilloso y desconcertante camino.

Todavía me acuerdo esa charla con el ginecólogo. Era el año 2001. Faltaban pocos meses para que nuestro aburrido presidente se subiera a un helicóptero y nos deje culo para arriba y chupándonos el dedo. Hacía un año y medio que mi padre le peleaba cuerpo a cuerpo a su cáncer de pulmón. Yo trabajaba como musicoterapeuta en un centro de día y hacía una concurrencia en un hospital público. Paralelamente, trabajaba en gastronomía haciendo algún que otro evento de noche en el escaso tiempo libre que me quedaba.

En el centro terapéutico las cosas no eran fáciles. Cobraba dos mangos con cincuenta, estaba en negro y los pacientes, cada tanto, me propinaban todo tipo de golpes o dejaban depositada en mi cartera su materia fecal. Mis dos jefas oscilaban entre la buena onda impostada y el dejarnos flagrantemente solos a los terapeutas afrontando todo tipo de situaciones complicadas. En ese contexto, fumaba como un escuerzo, comía poco y mal y me enfermaba seguido. Cuando me quise dar cuenta, hacía tres meses que no menstruaba. Obviamente, lo primero que hice fue pensar en un embarazo aunque sabía que era imposible. Después de aquella pérdida, los cuidados eran otros. Mucho menos obsesivos pero sí más concientes.

Tres meses me pareció mucho tiempo. Así que, sin otra alternativa, solicité turno con mi ginecólogo de siempre para que me pidiera un análisis de laboratorio. En la consulta previa al estudio casi que me afirmó que esta “falta” se debía a mi situación actual.

El médico me dijo que se me notaba estresada, que hacía cosas sin parar, que la enfermedad de mi padre me había “arrasado”. Esa palabra me resonó de una forma espantosa. Tanto es así que cuando el estudio hormonal arrojó los resultados, el doctor me retó como quien reta a una nena que no hizo la tarea.

De repente, entendí porqué los pacientes me pegaban o me llenaban con su mierda. De repente entendí porqué mi trabajo estaba desvalorizado económicamente. El ginecólogo empezó a decirme cosas tales como:

-“Mirá lo que te hiciste, te va a llevar años arreglar esto”-

-“Vos sos la única responsable de lo que te pasa. Si seguís así, vas a terminar mal”-

-“Tenés 22 años, fijate lo que vas a hacer”-

Lamentablemente, no exagero.

Una bestia el doc, ¿no? Por supuesto que a una personalidad sobreadaptada como la mía esto era como tirarles galletitas a los monos. Automáticamente, me puse a darme con un caño en la cabeza. Todo era mi culpa, yo solita me había enfermado y yo solita me tenía que curar. Pero eso sí, me iba a llevar años arreglar este bardo y si había que cargar una cruz, yo siempre quería la más pesada. Todavía de la Endometriosis ni noticias, pero el Hipotiroidismo acechaba.

Para mi sorpresa, conocí a una endocrinóloga que lo primero que hizo fue sacarme la cruz de la espalda, el látigo de las manos y la culpa de la cabeza. Hoy veo esos comentarios del médico y pienso un poco en la violencia de género. ¿A qué hombre le han dicho que es un irresponsable que se enfermó por su culpa? Estás con los pies en el estribo, con las piernas abiertas, sin bombacha, en la indefensión total y el médico aprovecha para hacerte sentir una porquería. Hermoso momento.

El avión empieza a carretear. El cinturón abrochado. Se me tapan los oídos. Empiezo a sentir un ligero mareo. Cierro los ojos. Hasta que no se estabiliza el avión no me relajo. Miro por la ventanilla, me gusta mirar a la ciudad desde arriba.

Pasaron muchos meses hasta que se estabilizó el avión. Estuve un tiempo largo hasta que volví a abrir los ojos. Acá empezó todo. Lo distingo perfectamente. Quedé petrificada agarrada con fuerza a los apoyabrazos del asiento. Lo único que quería era que pasara todo rápido. Era diciembre y el país se incendiaba. A los dos meses me llamaron para decirme que mi papá no estaba bien. Yo volvía de un viaje de laburo y en ese momento tuve claro que se iba a morir muy pronto. En la última charla que tuvimos antes de que lo internaran discutimos por teléfono. Con mi padre éramos iguales, nunca queremos pedir ayuda y nunca queremos dar el brazo a torcer cuando nos damos cuenta que no podemos más.

No permití que la muerte me arrasara. Creo que no hice ni el duelo, a la semana estaba trabajando compulsivamente. Era la auténtica demostración del automatismo. A medida que anestesiaba la tristeza, me iba enfermando por dentro. Estoy convencida de que cada vez que menstruaba, lloraba por el útero lo que no sacaba por los lagrimales. Sin querer, cuando el ginecólogo me había dicho que todo era mi culpa, me había conferido un poder muy grande. Me había alimentado el ego. Ahora yo tenía la facultad de dañarme aún más. El avión había despegado y ya no me podía bajar. Ese fue el momento exacto en que decidí enfermar, tenía que repetir la historia. Creo firmemente que no tomamos conciencia del verdadero poder de las palabras, -“si seguís así, vas a terminar mal”-.

En los boletines de mi escuela primaria las maestras siempre escribían lo mismo: “Muy buen desempeño. Sigue así”. Yo siempre fui una buena alumna, atenta y estudiosa. Después de todo, si hay que cargar una cruz, que sea la más pesada.

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