Un viaje en clase turista por la Endometriosis
Hace quince años me diagnosticaron Endometriosis. A partir de entonces, me transformé en pasajera en tránsito por este maravilloso y desconcertante camino.
Escena uno: Tu novio te dice que no quiere tener hijos. Escena dos: Tu novio te dice que no quiere tener hijos. Escena tres: No sabés cómo decirle a tu novio que estás embarazada.
¿Cómo se llama la película? Ni idea, pero es una mezcla de drama desgarrador y terror clase Z. A mi novio de ese entonces, una noviecita que tenía antes de salir conmigo, le había inventado que estaba embarazada. Cuando empezamos a estar juntos me dejó muy en claro que la experiencia del “falso padre” lo había traumado tanto que tenía pánico de dejarme embarazada a mí. Así transcurrió casi toda nuestra relación, prácticamente me rociaba con espermicida de la cabeza a los pies, nos cuidábamos con preservativo aunque yo tomaba pastillas anticonceptivas y, cada vez que llegaba el momento de menstruar, tenía que escuchar la insoportable pregunta: -¿Y? ¿Te vino?-
Con todo este panorama, era imposible pensar que yo pudiera quedar embarazada. Sin embargo, como dice una querida amiga, “lo más temido, lo más deseado”. Así fue que, en un hecho muy confuso en el cual participó mi ginecólogo, en el test de embarazo me salieron las dos rayitas.
Esa noche, habíamos ido a ver a Gustavo Cerati al Gran Rex, la pasamos divino y él, cual padre que te deja tomar gaseosa un día de semana, decidió no usar preservativo. Todo un milagro si tenemos en cuenta lo panicoso que se ponía en relación al sexo. Evidentemente, Gustavo Cerati era un santo y habría que canonizarlo porque no tengo dudas de que él tuvo algo que ver. Ahora que lo pienso, a mí también me tendrían que canonizar. En ese entonces, yo me había hecho el test de VIH, tomaba pastillas anticonceptivas y tenía pareja estable. En teoría, no había motivos para tener que recurrir a otro método pero el señor tenía tanto miedo que prefería cubrir todos los frentes y, cuando me refiero a todos los frentes, me refiero a todos los frentes.
Obviamente, quedé embarazada. Obviamente, me quise matar. Obviamente, pensé en no tenerlo. Mi médico me recomendó un lugar, con una amiga juntamos la plata. Tenía 21 años.
Nunca se lo pude decir, nunca se enteró. Capaz, se entera ahora. No sé porqué lo protegí tanto, debe haber sido porque no tenía ganas de escucharlo llorar porque su vida se iba a convertir en una mierda. Su mejor amigo y su novia habían abortado pocos días después de que el test me diera positivo. El me lo contó muy angustiado y me pidió por favor que eso “nunca nos pasara a nosotros”. Todavía me corre frío por la espalda cuando me acuerdo que mientras me decía eso, yo ya sabía que a nosotros también nos había pasado.
Creo que pocas veces estuve tan angustiada en mi vida. Él no lo sabía, mi familia no lo sabía, sólo lo sabían mi amiga y el médico. Por suerte, no fue necesario abortar. Lo perdí. Sentí una mezcla muy rara de alivio y desilusión. Digamos que volví a respirar pero tampoco saltaba por el aire de la felicidad. La relación no volvió a ser la misma y él tuvo que empezar una terapia bajo amenaza de dejarlo si no superaba sus miedos. Todavía me acuerdo de todo lo que le dije, nunca más volví a ser tan dura con alguien. Estaba enojadísima.
Ese día maduré de golpe. Ese día supe exactamente lo que quería y lo que ya no me iba a bancar. Lo que no sabía, y me enteré dos años más tarde, era que ya tenía Endometriosis y por eso no había podido retener el embrión.
Una noche de Abril de 2003, previa a las elecciones que luego convertirían a Néstor Kirchner en presidente, terminé en la guardia de un sanatorio en un estado lamentable. No me podían calmar el dolor con nada y me golpeaba, literalmente, la cabeza contra la pared. En ese momento, trabajaba de noche coordinando eventos en un salón. Estaba trabajando y, de repente y sin aviso, empezó la puntada. Mi madre y mi jefe me llevaron al sanatorio a las cuatro de la mañana en un grito de dolor. Al otro día casi no voy a votar, me habían dopado tanto que no me podía levantar de la cama.
Después vinieron las consultas con un especialista, las ecografías y los analgésicos cada vez más fuertes y menos efectivos. Finalmente, no hubo otra alternativa que la cirugía.
Esperar a que te lleven a la sala de operaciones es muy parecido a esperar en la sala de pre embarque antes de tomar el avión. Nunca tuve miedo de volar pero cada vez que lo hago no puedo evitar preguntarme si se va a caer. Es un segundo, después se me pasa. Cuando te subís a un avión no te queda otra que confiar, no sos vos quien maneja, dependés completamente de un otro. En la sala de operaciones, pasa lo mismo. ¿Me despertaré de la anestesia? ¿Sabrá el médico lo que está haciendo? No hay nada que vos puedas hacer, estás desnuda arriba de una mesa de acero, con frío y completamente entregada.
Ya me llamaron para embarcar. Como siempre, no encuentro la tarjeta de embarque y los documentos. Siempre elijo el asiento 17 así que me toca hacer fila en la primera tanda. Es una sensación muy parecida a cuando te viene a buscar el camillero para llevarte a la cirugía, sentís que estás caminando por la manga que te lleva al avión.
Este es el momento en el cual yo no sos dueña de tu cuerpo y tus decisiones. Hay otro manejando la máquina, sólo tenés que abrocharte el cinturón y confiar. Sin embargo, entregarse tiene sus consecuencias. Cuando salí de la sala de operaciones tenía 23 años, un novio, un amante y un ovario menos.